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El falso dilema de los impuestos y la muerte del debate

El debate sobre los impuestos no debería girar en torno a la dicotomía infantil de "impuestos sí" o "impuestos no". La verdadera discusión es mucho más compleja y debería centrarse en dos cuestiones fundamentales:

  1. ¿Cuál es el porcentaje o proporción razonable de la aportación individual a la comunidad?

  2. ¿Existe suficiente vigilancia y rigor en la gestión de lo público?

Sin embargo, en el clima actual de polarización extrema, la conversación ha degenerado en un conjunto de eslóganes prefabricados.

Los sectores más dogmáticos de la derecha repiten sin cesar el mantra de "los impuestos son un robo", mientras que los sectores más ideologizados de la izquierda responden con la letanía de "los impuestos financian hospitales, carreteras y colegios".

Ninguno de estos enfoques permite una discusión seria y matizada.



La polarización y el fin de la razón

Vivimos en un contexto en el que el relato ha devorado la capacidad de análisis. Como señala el filósofo Byung-Chul Han, la sociedad actual está marcada por la "infocracia", donde la sobreabundancia de información no conlleva un pensamiento más crítico, sino una reafirmación de prejuicios y creencias previas.

En este escenario, el debate no solo ha muerto, sino que ha sido reemplazado por una guerra de consignas.

El economista Thomas Sowell advertía sobre la trampa de los debates superficiales en política económica: “No hay soluciones, solo compensaciones” (Basic Economics).

Aplicado al tema fiscal, esto implica que cualquier modelo impositivo es un equilibrio entre incentivos y redistribución, entre crecimiento y equidad. No se trata de estar "a favor" o "en contra" de los impuestos, sino de evaluar constantemente sus efectos en la sociedad.

La falacia del extremismo y la necesidad del punto medio

Las decisiones razonables se han convertido en objetivo de ataque desde ambos extremos del espectro político. Si un político propone una reforma fiscal moderada, la izquierda lo acusará de desmantelar el Estado del bienestar y la derecha de ser un intervencionista estatista. En esta lógica perversa, cualquier concesión al adversario es vista como una traición imperdonable.

Esta actitud nos aleja de lo que realmente nos ha permitido avanzar como sociedad: el compromiso.

John Stuart Mill, en Sobre la libertad, defendía la necesidad del disenso y el debate racional como motores del progreso. Cuando las ideas contrarias dejan de confrontarse con argumentos y se convierten en meras etiquetas para descalificar, la sociedad se empobrece intelectualmente.

Nunca existirá la sociedad perfecta

Nunca viviremos en una sociedad absolutamente justa, bondadosa o igualitaria. La utopía no es alcanzable, pero lo que sí podemos hacer es perfeccionar los mecanismos de convivencia para maximizar el bienestar de la mayoría sin aplastar a las minorías.

Adam Smith, en La riqueza de las naciones, ya advertía que la economía de mercado requiere de una regulación justa para evitar abusos y garantizar el desarrollo equitativo. Adam Smith, el Jesucristo de lo que la izquierda llamaría capitalismo despiadado.

La desaparición del debate y la incapacidad de ceder en posturas irreconciliables nos llevan al estancamiento, a la parálisis de la acción política y, en última instancia, a un retroceso en términos de cohesión social. Como bien decía Ortega y Gasset: "El mayor enemigo de la inteligencia es el fanatismo" (La rebelión de las masas).

Destruir la capacidad de llegar a acuerdos es condenarnos a repetir los errores del pasado.

No se trata de eliminar la discusión, sino de rescatarla de la superficialidad de los eslóganes. La sociedad avanza no porque todos piensen igual, sino porque existen mecanismos para encontrar términos medios funcionales.

Así que, si has llegado hasta aquí, espero que no respondas como un NPC. Porque el verdadero desafío no es repetir lo que nos han dicho que pensemos, sino atrevernos a pensar por nosotros mismos.

Atrevernos a pensar, con valentía, por nosotros mismos. Repito.

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