Café en la montaña

El espejismo de lo gratis: en busca de la red social perfecta (¿Tuenti 2.0?)


Hace poco me crucé con una reflexión en LinkedIn, cómo no podía ser de otra manera, siempre LinkedIn, que decía algo así como: “la red social ideal ya existió, se llamaba Tuenti”. Y tengo que admitir que algo dentro de mí hizo clic.

La persona que publicaba el post venía a relatar las cualidades de lo que consideraba sería la red social ideal (y, por supuesto, gratis).

  1. Solo con tus amigos, sin seguidores ni “creadores de contenido”.
  2. Sin algoritmos que decidan qué ves.
  3. Sin anuncios, ni marcas disfrazadas de personas.
  4. Con grupos privados donde charlar sin ruido.
  5. Donde puedas subir una foto fea sin preocuparte de si da likes.
  6. Sin presión por construir una “marca personal”.
  7. Donde el valor esté en compartir, no en impresionar.
  8. Que no te absorba: que puedas irte y no pase nada.
  9. Que sea de verdad íntima, pequeña, cercana.

Porque sí, tal vez no hemos vuelto a tener nada igual (aunque yo no lo creo, Tuenti no era para nada ideal y sí que intervenía en las interacciones y sí que estaban presentes las marcas, otra cosa es que la recuerdes hoy con treinta y pocos rememorando una época en la que tenías diecitantos).

Al final está describiendo lo que muchos y muchas queremos y nos gustaría, una red sin gritos ni filtros, sin algoritmos empujándote lo que “deberías” ver, sin marcas disfrazadas de personas ni influencers con crisis de autenticidad.

Solo tú, tus amigos, y un puñado de fotos feas con valor real. Humano.

Y entonces pensé: si esa es la red social que de verdad queremos —cercana, privada, sin anuncios, sin métricas, sin teatro—, ¿por qué no la tenemos? ¿Qué pasó?

La respuesta, por cruda que suene, es bastante sencilla: porque algo así no puede ser gratis.

En la era del “todo al instante y todo sin pagar”, nos hemos acostumbrado a pensar que merecemos plataformas pulidas, funcionales, privadas y éticas, sin desembolsar un solo euro. Pero eso no es realismo, es ingenuidad.

Porque lo digital también cuesta.

Cuesta servidores, desarrollo, mantenimiento, diseño, seguridad. Y alguien tiene que pagar por eso.

El problema es que lo queremos todo: privacidad, libertad, comunidad… pero sin coste, sin esfuerzo, sin renunciar a nada. Lo queremos gratis. ¿Y qué pasa cuando algo es gratis? Que el producto eres tú. Lo decía Shoshana Zuboff, autora de La era del capitalismo de la vigilancia: Cuando no pagas por el producto, tú eres el producto. Y no solo eso: también tus emociones, tus datos, tu comportamiento. El pago no se hace con tarjeta, se hace con atención, con exposición, con el alma digital puesta en venta al mejor postor.

Esto no es nuevo, pero seguimos sin querer entenderlo (antes lo fue la televisión o la radio). Seguimos atrapados en la fantasía de que puede existir un espacio social online que no nos robe tiempo, que no nos empuje a compararnos, que no nos espíe… y que además no nos cueste un céntimo. Como si el simple hecho de desearlo fuera suficiente para que el universo digital conspirase a nuestro favor.

El sociólogo Zygmunt Bauman lo advirtió en su día: Las redes sociales crean la ilusión de comunidad sin las exigencias de una comunidad real. Conexión sin compromiso. Esa idea se nos ha colado hasta los huesos. No queremos pagar por pertenecer, por compartir, por crear.

Queremos que nos lo den hecho.

Gratis, por supuesto.

Y cuando alguien sugiere lo contrario —que si quieres una plataforma libre de anuncios, sin algoritmos, sin intrusos, tendrás que pagar por ella— se levanta una especie de indignación infantil: “¿cómo que pagar?, ¡si es solo una red social!”. Pero es que no hay “solo” en el diseño de una red social. No hay “solo” en mantener una comunidad segura y respetuosa. No hay “solo” en proteger tu privacidad.

Marc Argemí, experto en comunicación digital, lo deja claro: Las redes sociales parecen gratuitas, pero el precio que pagamos es nuestra intimidad. Y no hablamos solo de datos, hablamos del tiempo que nos roban, de la ansiedad que provocan, del tipo de relaciones que fomentan. Lo pagamos todo, aunque no pase por nuestra cuenta bancaria.

Queremos la autenticidad del viejo Tuenti -autenticidad que yo cuestiono, por cierto-, pero no estamos dispuestos a aceptar el modelo que lo haría sostenible hoy. Porque, seamos sinceros, si mañana alguien lanza “Tuenti 2.0” y te dice que cuesta 5 euros al mes, la mayoría lo descartará sin pensarlo. Pero si es gratis, entraremos todos… hasta que lleguen las marcas y su marketing digital, los influencers, los algoritmos y lo que era íntimo vuelva a ser escaparate.

Así funciona el ciclo.

Porque no entendemos que las redes sociales no se mantienen con amor y unicornios. Se mantienen con dinero. Y si no lo ponemos nosotros, lo pondrá alguien con intereses muy distintos a los nuestros.

Quizá el verdadero problema no es que no exista una red social ideal. Quizá el problema es que no queremos pagar el precio —ni económico, ni mental— de sostener algo realmente distinto. Preferimos lo gratuito, aunque venga envenenado. Preferimos que el producto seamos nosotros, antes que sacar la cartera.

Así que sí, tal vez necesitamos un Tuenti 2.0. Pero no solo como plataforma. Lo necesitamos como cambio de mentalidad. Como recordatorio de que las cosas valiosas, en lo digital y en la vida, nunca son gratis.

Y que si queremos una red social más humana, más cercana, más honesta… tendremos que ser los primeros en actuar como humanos adultos y no como consumidores caprichosos.

Caprichosos e infantiles.

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