Café en la montaña

La corrupción cotidiana en España: el cáncer invisible de lo público

Cuando hablamos de corrupción en España, la mente se va automáticamente a macrotramas como Gürtel, ERE, Púnica o Kitchen. Pero existe una corrupción más íntima, más constante, más real para la mayoría de ciudadanos: la de cada día. Pero...

La corruptela: el mal español y latino

La palabra "corruptela" tiene un matiz específico dentro del ámbito de la corrupción. Según el Diccionario de la Real Academia Española (RAE), se define como:

Corruptela
f. Práctica corrupta o abuso introducido en una actividad o institución.

En otras palabras, una corruptela no siempre es un delito penal o un acto escandaloso, sino más bien una costumbre viciada, una práctica irregular que se tolera o se da por hecha, incluso aunque sea claramente injusta o inmoral. Es una corrupción “menor” en apariencia, pero sistémica, constante y a menudo aceptada como parte de la realidad.

🔎 Ejemplos típicos de corruptela:

  • Enchufar a un familiar en una plaza pública sin oposición.

  • Acelerar un trámite gracias a una llamada "de arriba".

  • Ignorar requisitos en la contratación por "amiguismo".

  • Tratar mejor a ciertos ciudadanos por afinidades personales o políticas.

Es decir, la corruptela es el hábito de torcer la norma, sin necesidad de robar millones ni esconder maletines. Es precisamente de lo que trata tu artículo: de la corrupción que no parece corrupción, pero lo es.

Esa corrupción que no ocupa titulares porque se ha mimetizado con la vida pública. Esa que nadie denuncia porque todos, en algún momento, hemos sido cómplices o beneficiarios. Esa corrupción del “tú no te preocupes, que conozco a alguien”.

Este artículo no habla de sobres llenos de billetes ni de cuentas en Suiza. Habla de la corrupción que empieza cuando un funcionario “pierde” un expediente por tercera vez. Cuando alguien se cuela en una lista de espera médica porque conoce al cuñado de un jefe de servicio. Cuando un informe técnico se modifica con una llamada. O cuando se otorgan contratos a dedo porque el proveedor fue compañero de militancia. Esa es la corrupción verdaderamente endémica en España. Como bien dice el youtuber JF Calero, es una herencia del franquismo que aún no hemos superado. No solo que no hemos superado sino que la hemos agrandado. Es la corruptela que nadie ve pero todos intuyen. La que no se castiga porque está institucionalizada.



Corrupción como cultura: el pacto silencioso

España sufre una forma de corrupción profundamente arraigada: la cultural. No se trata solo de robar dinero público, sino de asumir que las reglas pueden retorcerse si conoces a la persona adecuada. Es una cultura basada en relaciones personales por encima de los procedimientos. Lo público no se concibe como un bien común, sino como un botín a gestionar según afinidades, lealtades y favores.

Este fenómeno no es exclusivo de España, pero sí particularmente fuerte en los países de tradición latina, donde el clientelismo y la figura del “enchufe” forman parte del vocabulario cotidiano. Ya lo decía el filósofo italiano Norberto Bobbio: “El problema de nuestras democracias no es solo la corrupción, sino la tolerancia social hacia la corrupción”.

El funcionario que “te hace el favor” de darte una cita médica antes de tiempo no siempre busca dinero. Busca reconocimiento, influencia, poder, o simplemente devolver otro favor. El que coloca a su sobrina en una plaza pública no cree que esté cometiendo un delito, sino “ayudando a la familia”. Este tipo de corrupción es tan difícil de erradicar porque no se percibe como tal.

Es costumbre. Es cultura.

Casos recientes: la corrupción del día a día

Los grandes escándalos políticos eclipsan lo que sucede en pueblos pequeños, hospitales o administraciones locales. Pero si uno afina el oído, la realidad aparece.

  1. Caso Margüello (País Vasco): El doctor José Carlos Margüello, exjefe de la Unidad de Calidad del Hospital de Cruces, fue condenado por recibir comisiones de hasta un 30% a cambio de derivar pacientes de la sanidad pública a su empresa privada. El delito fue grave, pero lo inquietante es el sistema que lo permitió: nadie vigiló, nadie preguntó. Y cuando lo hizo, ya era tarde. Este caso desnuda la vulnerabilidad de nuestro sistema sanitario público frente al uso arbitrario del poder.

  2. Ayuntamiento de Santa Cruz de Paniagua (Cáceres): Ángel Cervigón, alcalde durante dos décadas, fue imputado por múltiples delitos: malversación, prevaricación y contratación irregular de familiares. En un pueblo de menos de 400 habitantes se creó una red de favoritismos y enchufes con total impunidad. Este caso evidencia cómo, lejos del foco mediático, muchos municipios se convierten en cortijos gestionados como si fueran empresas privadas.

  3. Nombramiento de Alfonso Arriola (Gobierno Vasco): En abril de 2025, el Gobierno Vasco nombró presidente de una comisión de evaluación a Alfonso Arriola, condenado por corrupción en el caso De Miguel. Su reincorporación no es ilegal, pero sí profundamente simbólica: demuestra que ni siquiera una condena por corrupción cierra puertas en el sector público. El mensaje es claro: robar no impide seguir mandando.

Como podemos observar en estos casos, la corrupción cotidiana se sostiene en dos pilares: la impunidad y la desmemoria. En España, los escándalos se olvidan rápido. Las condenas se diluyen. Muchos condenados por corrupción vuelven a ocupar cargos de responsabilidad tras unos años de silencio. La sociedad no reacciona porque ya espera que sea así.

El sistema judicial tampoco ayuda: los procesos se alargan, los delitos prescriben, y las penas se cumplen de forma simbólica. Como dijo Baltasar Garzón: “En España, la corrupción no se castiga; se gestiona”. Esta falta de consecuencias reales fomenta un ecosistema en el que corromperse sale barato y ser honesto es, muchas veces, un obstáculo para progresar.

¿Quién controla a los controladores?

Con un Estado que crece cada año, con más competencias, más presupuestos, más cargos públicos y más burocracia, la gran pregunta es: ¿quién supervisa a los que mandan? ¿Quién audita a los auditores?

En teoría, existen organismos de control: tribunales de cuentas, defensores del pueblo, agencias de transparencia. En la práctica, muchos de estos entes están politizados o son inoperantes. Los controles internos se relajan. Los procedimientos se simplifican. Y la opacidad gana terreno.

Cuando lo público crece sin vigilancia, la corrupción no es una posibilidad: es un destino.

Y en un país donde muchos acceden a lo público para “colocarse” o “ayudar a los suyos”, el riesgo es mayúsculo.

El papel de los partidos en todo esto es claro: todos participan y nadie limpia. No hay siglas inmunes. PP, PSOE, Podemos, Vox, ERC, PNV... Todos han protagonizado o tolerado casos de corrupción menor. Desde asesores fantasma hasta contratos amañados, pasando por enchufes, subvenciones opacas o informes fabricados.

Cada partido señala la corrupción ajena con vehemencia, pero minimiza la propia. El resultado es una ciudadanía que ya no distingue entre unos y otros. Se asume que todos roban, que todos colocan, que todos hacen favores.

Y esa resignación es el caldo de cultivo perfecto para que nada cambie.

España no está sola en esta deriva. Pero sí está en una encrucijada peligrosa. La corrupción cotidiana no es anecdótica: es estructural. Y si no se enfrenta, el sistema democrático pierde legitimidad y la desigualdad se enquista.

Las soluciones no son sencillas ni rápidas. Implican:

  • Profesionalizar la administración.

  • Aumentar la transparencia real (datos abiertos, trazabilidad de expedientes).

  • Garantizar la independencia de los órganos de control.

  • Proteger al denunciante (whistleblower).

  • Establecer límites claros a la puerta giratoria entre lo público y lo privado.

  • Promover una ética pública que castigue el favoritismo y premie la integridad.

Pero, sobre todo, implica un cambio cultural. Un rechazo social activo y sostenido a todas las formas de corrupción, no solo a las espectaculares. Implica entender que el “enchufe”, el “favor”, la “llamadita” y el “yo te lo arreglo” también son corrupción. Y que aceptarlo, reírlo o practicarlo, es alimentar el monstruo.

Como escribió Albert Camus: “El mal que hay en el mundo viene casi siempre de la ignorancia; y la buena voluntad sin inteligencia puede hacer tanto daño como la maldad”.

Mientras sigamos normalizando la corrupción como una forma de vida, mientras no exijamos ejemplaridad y ética, la historia se repetirá.

Y cada vez con menos escándalo.




Si no señalamos la corrupción cotidiana, acabaremos viviendo en ella como peces en el agua: sin darnos cuenta de que ya estamos muertos por dentro.

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